1 de marzo de 2024
El Pibe Cabeza: el gánster criollo que murió acribillado como John Dillinger
Rogelio Gordillo, tal su verdadero nombre, conoció una celda meses antes de cumplir los 18. Desde entonces, asoló la Pampa Húmeda con decenas de robos al frente de su banda, revolucionanado el arte del asalto a mano armada con la técnica “tipo comando”. Hasta que una emboscada policial puso "the end" a una vida delictiva de película.
El tipo vivía a lo grande. Su amante, Blanca Calvo, había alquilado un caserón en el exclusivo barrio Martín, de Rosario. Era un aguantadero de lujo.
Corría un apacible atardecer dominical cuando él, tumbado en un lecho matrimonial con el diario Crítica ante los ojos, se topó con una noticia que lo consternaría: la muerte de John Dillinger en manos del FBI.
La información era escueta; apenas decía que el célebre gangster había sido emboscado tres días antes –el 22 de julio de 1934– por una patota del no menos afamado Edgar Hoover, al salir con dos amigas del cine Biograph, de Chicago. Y sin siquiera darle la voz de alto, los agentes lo cosieron a balazos.
La crónica no consignaba el título de la película que Dillinger alcanzó a ver justo antes de bajar para siempre el telón de la suya.
Tal vez aquel lector, se preguntara justamente eso, mientras clavaba la mirada en un punto indefinido. Y quizás pasara de dicho interrogante a otros.
–¿En qué pensás? –quiso saber Blanca, acurrucada a su lado.
La respuesta fue:
–En el diario dentro de tres años.
–¿Y por qué?
–Para ver lo que dice de mí… Si estoy vivo o si estoy muerto; si estoy lleno de guita o si estoy en cana.
No era otro que Rogelio Gordillo (a) “El Pibe Cabeza”.
El amor en tiempos de cólera
Tres lustros atrás, a la ciudad bonaerense de Colón llegaba el lejano eco de la Semana Trágica, tal como se le llamó a la matanza en la Capital Federal de unos 700 obreros en huelga, ocurrida días antes. Tanto es así que, durante un domingo a la mañana, la policía local le dio una impiadosa paliza a un hombre que repartía panfletos socialistas entre la gente que salía de misa.Era Segundo Gordillo, un chacarero de la zona.
Entre él y los uniformados intentó interponerse un chico de nueve años, pero un cachiporrazo lo arrojó al suelo.
Era Rogelio, el menor de los seis hijos que tuvo con Gregoria Lagarda. ¿Acaso semejante episodio signó su destino delictivo?
Las consideraciones al respecto no son unánimes. Porque, a diferencia de otros pistoleros míticos, las hazañas del “Pibe Cabeza” parecían carecer de atenuantes ideológicos. Más bien, aunque suene raro –y hasta cursi– se podría decir que fue el amor, un amor rebuscado, el factor que lo llevó a la mala vida.
Pero vayamos por partes.
En 1926, un infarto lo mató a don Segundo. Y su familia se estableció en la ciudad pampeana de General Pico. Allí, él probó suerte como aprendiz de peluquero, un oficio que aborrecía con resignación. Tal vez, entre corte y corte, ya tuviera sueños de gatillo. Así transcurrieron dos largos inviernos,
Hasta que alguien se le cruzó en el camino: su vecinita, Juana Prado, de 15 años. Rogelio ya tenía 17. El flechazo entre ellos fue arrebatador.
Pero a ese vínculo se opuso la madre de la susodicha. El asunto terminó mal: el joven, en medio de una discusión, la hirió levemente en una nalga con un rifle de aire comprimido, antes de escapar con Juana para refugiarse en un establo abandonado en la localidad de Dorila. Allí la policía los encontró el 28 de febrero de 1928.
Condenado a siete meses de prisión por “lesiones”, Gordillo fue llevado a la cárcel de Santa Rosa.
“Estoy acá porque tengo un corazón otario”, fue en ese lugar su carta de presentación. La sinceridad de tal frase, junto a su estampa desvalida –era bajo de estatura, muy delgado y un poco cabezón– despertó la inmediata simpatía de otros presos, quienes lo pusieron bajo su ala, además de impregnarlo con enseñanzas delictivas que él asimilaba con fruición.
En esas circunstancias hizo buenas migas con Felipe Cherouvrier (a) “el Francesito”, un pesado del hampa, a punto de cumplir su condena.
–Ya nos veremos afuera –le prometió al salir en libertad.
“El Cabeza”, tal como ya era su apodo “tumbero” (la prensa después lo transformaría en “El Pibe Cabeza”), se fundió con él en un abrazo.
Gordillo fue excarcelado algunas semanas después. Grande fue entonces su desazón al saber que su amada Juana se había casado con un estanciero de la zona. Y lo primero que hizo fue buscar al Francesito.
De prisa, de prisa
Había llegado el momento de poner en práctica las enseñanzas adquiridas tras las rejas. Con tal objetivo se afincó en Rosario, la “Chicago argentina”, donde Cherouvrier tenía su base operativa. Y enseguida fue asimilado a su gavilla.
Ello dio pie a una seguidilla de asaltos. Eran golpes ambiciosos, aunque escasos de botín. Mucho ruido y pocas nueces.
Cada tanto, debidamente disfrazado, se dejaba caer en General Pico sin otro propósito que el de visitar a doña Gregoria. Pero un día no apareció más.
Es que había “perdido” otra vez. Fue el 9 de diciembre de 1932, cuando la policía rosarina lo detuvo por una “salidera” al administrador de un depósito de aceite. En esa ocasión, terminó en la cárcel de Coronda, de donde saldría en libertad condicional en febrero de 1934.
Tenía por delante la etapa más espectacular de su carrera.
Tras volver a unirse al Francesito, se les sumó Antonio Caprioli (a) “El Vivo” –quien sería su lugarteniente–, Floreal Martínez (a) “El Nene” y Juan de la Fuente, entre otros. El Pibe Cabeza ya llevaba la voz cantante del grupo. Por entonces ellos se movían entre Santa Fe, La Pampa y Córdoba.
Su campaña delictiva iba acumulando una veintena de atracos, entre los cuales se destacaba el de un almacén mayorista de Rosario, el de la estancia La Chapela, al norte de La Pampa y el de una fábrica metalúrgica cordobesa, en medio del pago de sueldos y jornales. Todos con botines muy edificantes.
Claro que algunos repliegues fueron a sangre y fuego, como cuando un patrullero intentó interceptar a la banda después del robo a las oficinas de una tabacalera rosarina –con el saldo de dos policías abatidos y un peatón herido– o la vez que el rescate del pistolero Alberto Quintana, quien convalecía –bajo arresto– en el Hospital Intendente Carrasco, derivó en un enfrentamiento con dos agentes que terminaron malheridos. Lo cierto es que la presencia de la banda en esas provincias se tornó absolutamente insostenible.
Fue a fines de junio de 1936 cuando se reportó en la Capital Federal el robo de varios vehículos, entre éstos un Packard convertible de color blanco. Pues bien, durante la tarde del 6 de julio, con ese mismo auto huyeron los autores del asalto a una joyería de la calle Aristóbulo del Valle 1424.
–¡Es la gente del Pibe Cabeza! –exclamó el comisario Herminio Fassio, de la Policía de la Capital. No se equivocaba.
Por entonces, el pistolero, acompañado por Blanca Calvo, habitaba un chalet en las Barrancas de Belgrano, simulando ser un hacendado santafecino. A su vez, Caprioli y De la Fuente interpretaban el papel de empleados suyos.
Pero el cerco que la policía fue tendiendo en torno a ellos los obligo a dejar aquel refugio para mudarse a un aguantadero en el barrio de Mataderos.
Gordillo ya era el bandolero urbano más reputado del país, Una leyenda (aún) viviente. Y por sobrados motivos.
El aprendiz de peluquero que descarriló por amor supo revolucionar el arte del asalto a mano armada al concebir la técnica “tipo comando”: golpes minuciosamente planeados con inteligencia previa, distribución sincronizada de roles, armamento pesado –como el subfusil Thompson– y vías de escape en varios vehículos con trayectos distintos, para así entorpecer las persecuciones.
Al Pibe Cabeza la clandestinidad le sentaba de maravillas. Solía alternar las tensiones propias del “oficio” con farras en salones de moda, como “Lo de Hansen”, el famoso restaurante del Parque 3 de Febrero. Siempre del brazo de la bella Blanca Calvo. Siempre de smoking. O con traje de lino blanco cuando se dejaba ver, junto con sus cómplices, en la tribuna oficial del Hipódromo de Palermo, sin que nadie sospechara su verdadera identidad mientras dilapidaba billetes a manos llenas.
El tipo estaba a sus anchas en el papel de bacán. Pero si hubo algo mejor para su ego que el botín más abultado del mundo era ver su nombre en la prensa. No en vano, Gustavo Germán González, el gran cronista policial de Crítica, lo definió con ojo clínico: “Gordillo es el más vanidoso de nuestros pistoleros”.
Pero, inadvertidamente, la cuerda se le iba acabando.