25 de agosto de 2023
Osmar Hellmuth, el frustrado espía nazi que terminó vendiendo seguros en Palermo Chico
En octubre de 1943, las SS alemanas encararon una misión "top secret": un mensaje del presidente golpista Pedro Ramírez para las autoridades del Tercer Reich que llevaría por mar un joven germano-argentino. Ese espía fue descubierto a bordo, desembarcado en Trinidad y Tobago, y llevado a una prisión británica. Décadas después, aquel joven volvió a ser agente, no secreto, sino de seguros.
El “Gordo” Luis era el panadero del barrio. Todas las mañanas, secundado por un ayudante al que todos llamaban “Pelusa”, hacía el reparto domiciliario de panes y facturas a bordo de una desvencijada Estanciera. Por las tardes dejaba aquel oficio para atender el kiosco de diarios ubicado en la esquina de Malabia (ahora República Árabe Siria) y Juan Francisco Seguí, en el barrio de Palermo.
Ambas ocupaciones le permitían solventar su pasión por el motociclismo. Tanto es así que, en esos días –era la primavera de 1962– había adquirido una Ducati Sport, cuyo motor precisaba unos ajustes. De modo que, durante la madrugada de un lunes, supo despertar a todo el vecindario con los estruendosos rugidos que emitía aquella máquina cada vez que le probaba el arranque.
Ello justo ocurría debajo del dormitorio de mi infancia.
Lo cierto es que semejante flagelo auditivo no tardó en ser opacado por otro, pero emitido por una garganta humana con una inequívoca marcialidad y sin escatimar adjetivos; entre ellos, la palabra “badulaque”, que hasta entonces jamás había escuchado. Tal lluvia de recriminaciones concitó mi curiosidad, y me asomé a la ventana.
En ese preciso instante pude ver la insólita figura de un sujeto que lucía pijama y pantuflas, dando leves brincos en medio de la calle. Y subrayaba su diatriba con furiosos ademanes. Era el vecino del tercer piso. Su nombre: Osmar Hellmuth.
El episodio provocó en mí cierta animosidad hacia él. Tal vez por esa razón, durante los carnavales del año siguiente, le arrojé desde mi balcón una bombita de agua que hizo blanco sobre el vistoso escudo de su blazer, salpicando también a su esposa, doña Beba. Ella me fulminó con la mirada, antes de que pudiera escabullirme. Y el señor Hellmuth radicó la correspondiente denuncia ante mis padres.
El asunto no pasó a mayores. En virtud a mi corta edad –yo apenas tenía cinco años–, él se mostró muy comprensivo. Pero, desde entonces, me llamaba “Der Roter Teufel” (El Diablo Rojo); en parte, porque mi indumentaria habitual incluía una campera de ese color.
En resumen, ese incidente derivó en una relación bastante cordial entre él y mi familia. Quizás en ello incidiera una identificación con el idioma, dado que la lengua de mis padres era el alemán (habían nacido en Viena, aunque en realidad se conocieron en la ciudad boliviana de La Paz, a donde arribaron por separado, tras huir de Austria, ya anexada por Hitler en 1938). Hellmuth, por su parte, era un argentino de origen germano. Mucho más no se sabía sobre él
El fan de los desfiles
Los habitantes más antiguos del edificio de la calle Malabia 3305 aseguraban que Hellmuth alguna vez se había recibido de ingeniero naval; otros sostenían que era un oficial retirado de la Armada. En realidad, su pasión por los barcos –de la que siempre hablaba– hacía creíble ambas versiones. Por lo pronto, no disimulaba su orgullo por ser socio del Yacht Club Argentino ni, menos aún, por haber navegado en competiciones que, incluso, lo habían conducido hasta las costas de Río de Janeiro. Y solía destacar su paso por el Liceo Naval, pero sin decir si había egresado del mismo.
Claro que esas pinceladas inconclusas sugerían la existencia de alguna circunstancia desconocida que habría torcido bruscamente su destino. De hecho, ya durante la década del ’60, sus actividades no tenían nada que ver con el mar. Por entonces, era simplemente un agente de seguros.
Doña Beba no era menos reservada. Nunca supe por qué motivo aquel matrimonio no había tenido hijos.
Una mañana –la del 9 de julio de 1967– don Hellmuth le había pedido permiso a mi padre para llevarme al desfile militar que se hacía cada año en la Avenida del Libertador, a sólo una cuadra de nuestros domicilios. En aquella ocasión, el evento fue presidido por Onganía. Y don Osmar, apretujado entre el público, aplaudía el paso de las tropas no sin emoción. Ese hombre tenía entonces 59 años.
Tales paseos jamás se repitieron. Las breves visitas que él efectuaba a mi hogar se tornaron más esporádicas. Ya en la década siguiente, su vínculo con nosotros sólo se limitaba a encuentros fortuitos en los espacios comunes del edificio.
Casi me había olvidado de su existencia, cuando –a mediados de 2003– visité al periodista Uki Goñi, quien había dedicado una parte de su carrera a investigar la ruta de los nazis hacia Argentina, tras la caída del Tercer Reich. Mi objetivo era obtener datos sobre Ivo Rojnica, un criminal de guerra croata al servicio de los nazis, quien fue localizado en Buenos Aires. Fue en esa circunstancia cuando, por boca de Goñi, de pronto irrumpió el nombre de Hellmuth. Y también su historia secreta.
El pasado agazapado
En octubre de 1943, el general de brigada de las SS, Walter Schellenberg, quien dirigía el servicio exterior de la inteligencia alemana –la Ausland SD– acudió al despacho de su jefe inmediato, Heinrich Himmler, para anticiparle un tema que podría resultar beneficioso para el Reich: el arribo a Europa de uno de sus agentes con un mensaje suscripto por el presidente argentino, Pedro Ramírez, quien apenas unos meses antes había derrocado al gobierno civil encabezado por Ramón Castillo.
El asunto era muy delicado; por ello no era conveniente que dicha misiva llegara por vía diplomática. El jerarca de la SD sabía que el nuevo mandatario sudamericano –quien formaba parte de un sector castrense que simpatizaba con el Eje– estaba interesado en adquirir armamento alemán. Y el espía en cuestión sería justamente el encargado de coordinar tal convenio.
El tipo ya se encontraba en un buque que había partido desde el Río de la Plata hacia un puerto español.
Sin dudarlo un instante, el mismísimo Himmler ordenó que un avión de la Luftwaffe esperara al viajero en Barcelona para su traslado a Berlín.
El agente integraba la red que la Ausland SD había desplegado en Argentina. Y no era otro que Osmar Hellmuth.
Había sido reclutado en Buenos Aires por otro agente, Hans Harnisch, quien operaba bajo la cobertura de un respetable empresario alemán. Y fue él quien se fijó en ese joven germano-argentino de 35 años.
Su perfil era perfecto: vendía seguros para una empresa norteamericana; era titular de una cuenta en el Banco de Londres y había empezado a estudiar el idioma inglés tras abandonar sus estudios en el Liceo Naval.
Pero su carrera de agente secreto había arrancado con un traspié (que él ignoraba): ya en 1942, su nombre apareció en un libro editado en Nueva York que se llama “La clandestinidad nazi en Sudamérica”.
“Al parecer, los alemanes no lo habían leído”, me diría Uki Goñi, con una sonrisa, siete décadas después.
Misión de ultramar
Hellmuth viajaba hacia Europa a bordo del buque Cabo de Hornos, fingiendo ser un joven diplomático argentino en tránsito hacia su nuevo destino consular en Barcelona. Puesto que hasta entonces sólo había participado en operaciones menores y con roles secundarios, quizás durante aquella travesía paladeara por anticipado la gloria que le depararía esta misión.
En otro camarote viajaba un agente argentino, el coronel Carlos Vélez. Y su presencia tenía una explicación: él debía monitorear a su colega de la SD por cuenta de Ramírez, además de cerrar el trato con los alemanes en caso de que algo le impidiera a Hellmuth la entrega de la carta en cuestión. Según se dice, éste hizo todo lo posible para que se “algo” sucediera.
“Se la pasaba el día en cubierta con una gorra, oteando el horizonte con unos prismáticos. Era evidente que representaba el papel de espía”, recordaría Vélez, durante una entrevista publicada en 1952 por la revista “Vea y Lea”.
En rigor, los Aliados habían logrado interceptar absolutamente todas las comunicaciones alemanas con Argentina. De manera que estaban al tanto del viaje de Hellmuth, por lo que su destino estaba sellado. El espía criollo de la SD fue desembarcado por los ingleses en Puerto España, en la isla de Trinidad y Tobago, al norte Venezuela.
–¡Soy un diplomático argentino, no alemán! –clamó infructuosamente en una pequeña caseta policial.
Mientras tanto, sus captores despanzurraban su equipaje, hallando así, en un doble fondo, la carta de Ramírez al Reich.
El prisionero no tardó en ser trasladado por vía aérea a Barbados, y de allí a Londres, donde lo interrogaron con suma minuciosidad.
Al del seguro se lo llevaron preso
Recién en 1946, los británicos lo enviaron a Buenos Aires. Y allí se lo sometió a un juicio por “traición a la patria”. Es que, horas antes de la caída de Berlín, la Argentina le declaró la guerra a Alemania. Así fue que Hellmuth pasó otro año tras las rejas, antes de ser indultado.
Desde aquel momento, pudo encubrir con cierta eficacia su calamitoso paso por el universo del espionaje. Y no hay constancia alguna de que su vida haya tropezado con otros sobresaltos.
La última vez que lo vi fue en el otoño de 1976, ya bajo el imperio de la última dictadura.
Era la noche de un sábado. Esa vez no tardó en ufanarse de que acababa de asistir a una recepción en la casa del entonces ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz. A su lado, doña Beba asentía con orgullo.
Él vestía de etiqueta. Y ella tropezaba con la enorme falda de su vestido. Lo insólito es que la escena transcurría en un colectivo.
Ellos bajaron en la esquina de Malabia y Seguí.
Meses después supe que Osmar Hellmuth había fallecido.